domingo, 20 de junio de 2010

El Cruce


La tarde sonaba a serenata; los insectos y aves cruzaban sus voces y danzas sin descansar. Aún faltaba un par de horas para el anochecer. El intenso color naranja que el sol daba a los juncos y a las hojas de la Victoria Amazónica, daban un sabor a trópico al Pantanal; como si las plantas gozaran de especias y salsas como en la cocina de las tierras del carnaval.

Le vi correr; más bien brincar. Sus extremidades eran demasiado cortas y delgadas para su enorme cuerpo; ni siquiera podía nadar. Al otro lado del humedal estaban los demás, cantando y comiendo, despidiendo el sol y recibiendo la luna; esperando las estrellas y las luces de los insectos que luego serían su manjar.

Se echó al agua. Las elodeas se enredaban en su cuerpo y poco a poco se hundía en el frío del fondo del humedal. Pensó que ya no podría salir a la superficie; que se perdería del festín y de la caída de la tarde en su comunidad. El aire se agotaba en sus pulmones, las extremidades se entumecían, el cansancio era profundo y la distancia hasta la orilla era infinita.

Y una imagen de ella insistía en que siguiera, en que nadara a pesar del cansancio; sí, era ella. Y música de hojas golpeadas por gotas de lluvia sonó en su interior; fue como si la luz de la luna llena le mostrara el camino; era el recuerdo de su sonrisa que le incitó a continuar viviendo.

Al fin se agarró de una elodea que se enredaba en la superficie con una de las enormes hojas de la Victoria Amazónica. Quién pensaría que la soga que ataba su cuerpo a la muerte ahora le llevaba a la superficie; a su vuelta a la vida. Ahora su cuerpo descansaba en la superficie de la enorme hoja.

La tarde era rojiza y todo el Pantanal Matogrossense lucía sabor a pimienta y sonaba a tambor; la fiesta nocturna se acercaba. La ansiedad aumentaba. Las cientos de hojas sobre los cuales debía saltar a través de interminables metros de distancia y los ojos, nariz y lomo asomados de un yacaré le oscurecían la posibilidad de estar junto a ella una vez más.

Cantó con dolor, brincó de una hoja a otra agotando su fuerza y perdió la hidratación de su piel con las decenas de lágrimas que se precipitaron. La tarde era marrón y el frío aumentaba. Si caía al agua se volvería a hundir; si brincaba más, su cuerpo desfallecería; pero si no avanzaba, perdería la oportunidad de volverla a ver. Decidió brincar…

Su pierna era corta y no alcanzó el borde de la hoja. Su cuerpo se sumergió y a lo lejos divisó al feroz yacaré tomar camino como buscando la presa que acababa de caer en su territorio. Las elodeas se enrollaron en su cuello y el frío paralizaba sus intentos de salir. Las enormes fauces, con colmillos filosos y saliva espesa, fueron el último paisaje que divisó.

Pasaron varios minutos.

Era increíble; ¿estaba muerta?, ¿su cuerpo estaba destrozado?, ¿no la volvería a ver?... No; simplemente no. Estaba sobre el pasto de la otra orilla de su trayecto. Escuchaba más cerca el croar de sus hermanas y amigos, y a su costado estaba el yacaré sonriendo de manera serena, mostrando con recato su buena acción. Sus ojos se cerraron.

2 comentarios:

Diana dijo...

Jejeje, no me lo vas a creer pero desde el principio supe de quien se trataba.

Ahora que hablas de colores y de imagenes, te cuento que muy pronto te enviare foticas de Bielo que he tomado en estos dias.

Abrazos con olor a cafe!

Eva PPC dijo...

Y entonces...la ranita sobrevive o no?
Que historia tan triste...
Carnet de Manipulador de Alimentos