El sabor a maíz hecho tortilla me acompañó con toda la intención de cobrar vida.
Pude ver mujeres del pasado, mujeres del Mayab, mujeres multicolores, mujeres hechas de elote. Cada tramo, cada kilómetro estaba impregnado de campo, de cultivos, de gente, de Guatemala.
En mi estómago iba un pan relleno de chile y un café no muy concentrado. Las maletas se alejaron de mí, para darme libertad y capturar decenas de imágenes y sensaciones.
Llegué a la tierra del volcán Santa María; pasé por cuatro-esquinas y frente al imponente Tecún Umán. Las expectativas por materializar un sueño lejano aumentaban; ya era casi la 1:00 de la tarde. Me paré en la puerta de la estación de autobuses, saqué mis cigarrillos mentolados y decidí esperar por la promesa.
Quizás una hora pasó, cuando le llamé. Era ella; sí, era ella. Su voz más que un déjà vu; por cierto, muchos de los mismos me asaltaron cada instante. Diana me pidió que la esperara; encendí otro cigarro.
Como si conociera a Quetzaltenango, con toda propiedad hice el llamado a un taxi y le di las indicaciones para que me llevara a mi hotel. El automotor no era último, ni reciente modelo; quien manejaba me confundió con uno de los vecinos del extremo norte del continente; decía que parecía que yo no hablaba bien el español. No me quedó más que reír y pedir un préstamo a la anfitriona en el hotel, pues ni un solo quetzal llevaba en mis bolsillos y no me atreví a cambiar dólares.
Más que hotel, se trataba de una hermosa casa, con plantas, arbustos, árboles y flores por doquier. Definitivamente era parte de Quetzaltenango.
Y exhalé con fuerza. Ya estaba en Xela; ya era mi segundo día en tierra Maya. Me sentí en casa; realmente sí.
¡Señor, alguien lo busca!... y era ella. Sonreí. Su presencia no me era ajena, su rostro tampoco; su sonrisa y su luz las suponía y su voz ya me acompañaba. Vino un gran abrazo; no era para menos. Sonrisas y aventuras se cruzaron rápidamente. Ahora tenía compañía, a mi cómplice.
Y como en los cuentos: dos gatos tomaron chocolate y comieron buñuelos en el centro de Quetzaltenango. Mientras tanto la tarde caía, la gente caminaba, había una enorme Luna, las nubes se moldeaban y mis cigarrillos Rubios ® casi se acababan. Las calles de Xela me contaron algunas historias en la voz de Diana y mi teléfono celular perpetuó innumerables momentos de la bella ciudad.
La noche se adelantó; es cierto. No nos habíamos contado ni una cuarta parte de lo que queríamos y el chocolate se había esfumado tranquilamente. Era hora de tomar ruta y de descansar para poder cumplir con los planes del siguiente día.
Pude ver mujeres del pasado, mujeres del Mayab, mujeres multicolores, mujeres hechas de elote. Cada tramo, cada kilómetro estaba impregnado de campo, de cultivos, de gente, de Guatemala.
En mi estómago iba un pan relleno de chile y un café no muy concentrado. Las maletas se alejaron de mí, para darme libertad y capturar decenas de imágenes y sensaciones.
Llegué a la tierra del volcán Santa María; pasé por cuatro-esquinas y frente al imponente Tecún Umán. Las expectativas por materializar un sueño lejano aumentaban; ya era casi la 1:00 de la tarde. Me paré en la puerta de la estación de autobuses, saqué mis cigarrillos mentolados y decidí esperar por la promesa.
Quizás una hora pasó, cuando le llamé. Era ella; sí, era ella. Su voz más que un déjà vu; por cierto, muchos de los mismos me asaltaron cada instante. Diana me pidió que la esperara; encendí otro cigarro.
Como si conociera a Quetzaltenango, con toda propiedad hice el llamado a un taxi y le di las indicaciones para que me llevara a mi hotel. El automotor no era último, ni reciente modelo; quien manejaba me confundió con uno de los vecinos del extremo norte del continente; decía que parecía que yo no hablaba bien el español. No me quedó más que reír y pedir un préstamo a la anfitriona en el hotel, pues ni un solo quetzal llevaba en mis bolsillos y no me atreví a cambiar dólares.
Más que hotel, se trataba de una hermosa casa, con plantas, arbustos, árboles y flores por doquier. Definitivamente era parte de Quetzaltenango.
Y exhalé con fuerza. Ya estaba en Xela; ya era mi segundo día en tierra Maya. Me sentí en casa; realmente sí.
¡Señor, alguien lo busca!... y era ella. Sonreí. Su presencia no me era ajena, su rostro tampoco; su sonrisa y su luz las suponía y su voz ya me acompañaba. Vino un gran abrazo; no era para menos. Sonrisas y aventuras se cruzaron rápidamente. Ahora tenía compañía, a mi cómplice.
Y como en los cuentos: dos gatos tomaron chocolate y comieron buñuelos en el centro de Quetzaltenango. Mientras tanto la tarde caía, la gente caminaba, había una enorme Luna, las nubes se moldeaban y mis cigarrillos Rubios ® casi se acababan. Las calles de Xela me contaron algunas historias en la voz de Diana y mi teléfono celular perpetuó innumerables momentos de la bella ciudad.
La noche se adelantó; es cierto. No nos habíamos contado ni una cuarta parte de lo que queríamos y el chocolate se había esfumado tranquilamente. Era hora de tomar ruta y de descansar para poder cumplir con los planes del siguiente día.
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Como extra en esta entrada, quiero compartir con todos esta joya aque me encontré. Debo confesar y sin exagerar que me conmovió:
2 comentarios:
Te comento algo en confianza? Pusiste la foto de mí que menos me gustaba, ja ja. Pero te perdono por escribir tan bien esta crónica.
Un beso y un abrazo amigo mío.
"Pude ver mujeres del pasado, mujeres del Mayab, mujeres multicolores, mujeres hechas de elote"
Me ha encantado está descripción. Es la magia de un pasado; la historia de los grandes civilizaciones, los Aztecas, los Mayas, los Incas.
Aún perduran sus pueblos, su lengua y lo harán por siempre.
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